Nació en la ciudad de Lima, Perú, el día 9 de diciembre del año 1579.
Fue hijo de Juan de Porres, caballero español de la Orden de Calatrava, y
de Ana Velásquez, negra libre panameña.
Martín es bautizado en la iglesia de San Sebastián, donde años más tarde Santa Rosa de Lima también lo fuera.
Son misteriosos los caminos del Señor: no fue sino un santo quien lo
confirmó en la fe de sus padres. Fue Santo Toribio de Mogrovejo, primer
arzobispo de Lima, quien hizo descender el Espíritu sobre su moreno
corazón, corazón que el Señor fue haciendo manso y humilde como el de su
Madre.
A los doce Martín entró de aprendiz de peluquero, y
asistente de un dentista. La fama de su santidad corre de boca en boca
por la ciudad de Lima.
Martín conoció al Fraile Juan de
Lorenzana, famoso dominico como teólogo y hombre de virtudes, quien lo
invita a entrar en el Convento de Nuestra Señora del Rosario.
Las
leyes de aquel entonces le impedían ser religioso por el color y por la
raza, por lo que Martín de Porres ingresó como Donado, pero él se
entrega a Dios y su vida está presidida por el servicio, la humildad, la
obediencia y un amor sin medida.
San Martín tiene un sueño que
Dios le desbarata: "Pasar desapercibido y ser el último". Su anhelo más
profundo siempre es de seguir a Jesús. Se le confía la limpieza de la
casa; por lo que la escoba será, con la cruz, la gran compañera de su
vida.
Sirve y atiende a todos, pero no es comprendido por todos.
Un día cortaba el pelo a un estudiante: éste molesto ante la mejor
sonrisa de Fray Martín, no duda en insultarlo: ¡Perro mulato!
¡Hipócrita! La respuesta fue una generosa sonrisa.
San Martín
llevaba ya dos años en el convento, y hacía seis que no veía a su padre,
éste lo visita y… después de dialogar con el P. Provincial, éste y el
Consejo Conventual deciden que Fray Martín se convierta en hermano
cooperador.
El 2 de junio de 1603 se consagra a Dios por su
profesión religiosa. El P. Fernando Aragonés testificará: "Se ejercitaba
en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles,
indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor". La
portería del convento es un reguero de soldados humildes, indios,
mulatos, y negros; él solía repetir: "No hay gusto mayor que dar a los
pobres".
Su hermana Juana tenía buena posición social, por lo
que, en una finca de ella, daba cobijo a enfermos y pobres. Y en su
patio acoge a perros, gatos y ratones.
Pronto la virtud del
moreno dejó de ser un secreto. Su servicio como enfermero se extendía
desde sus hermanos dominicos hasta las personas más abandonadas que
podía encontrar en la calle. Su humildad fue probada en el dolor de la
injuria, incluso de parte de algunos religiosos dominicos. Incomprensión
y envidias: camino de contradicciones que fue asemejando al mulato a su
Reconciliador.
Los religiosos de la Ciudad Virreinal van de
sorpresa en sorpresa, por lo que el Superior le prohíbe realizar nada
extraordinario sin su consentimiento. Un día, cuando regresaba al
Convento, un albañil le grita al caer del andamio; el Santo le hace
señas y corre a pedir permiso al superior, éste y el interesado quedan
cautivados por su docilidad.
Cuando vio que se acercaba el
momento feliz de ir a gozar de la presencia de Dios, pidió a los
religiosos que le rodeaban que entonasen el Credo. Mientras lo cantaban,
entregó su alma a Dios. Era el 3 de noviembre de 1639.
Su muerte
causó profunda conmoción en la ciudad. Había sido el hermano y
enfermero de todos, singularmente de los más pobres. Todos se disputaban
por conseguir alguna reliquia. Toda la ciudad le dio el último adiós.
Su culto se ha extendido prodigiosamente. Gregorio XVI lo declaró Beato
en 1837. Fue canonizado por Juan XXIII en 1962. Recordaba el Papa, en
la homilía de la canonización, las devociones en que se había
distinguido el nuevo Santo: su profunda humildad que le hacía considerar
a todos superiores a él, su celo apostólico, y sus continuos desvelos
por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo
el pueblo, el hermoso apelativo de "Martín de la caridad".