«Cargar
con la cruz» significa hacer el mismo camino que Jesús y ello comporta
tres grandes exigencias: el discípulo debe, en primer lugar, negarse a
sí mismo, es decir, convertirse de raíz, renunciando a sus propios
criterios humanos para asumir los criterios de Dios, que no pocas veces
trastocan nuestros juicios y valoraciones. En segundo lugar, debe
proyectar su vida en términos de donación, no de posesión; el que
apuesta toda su existencia por el tener queda empobrecido en el ser;
sólo una vida de entrega y solidaridad es vida en plenitud, porque en su
entramado más profundo el hombre está hecho de amor. El discípulo, en
tercer lugar, debe testimoniar valientemente su fe, incluso cuando ello
le acarree burlas, ultrajes y persecuciones; la fe es una fuerza que ha
de regir toda la existencia del cristiano, y no es posible deshacerse de
ella a la hora de la prueba.
La cruz, la auténtica, siempre ha sido y
será escándalo y necedad. Sólo los humildes y los crucificados pueden
entenderla. Y quien la entienda y la viva será el auténtico cristiano.
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